30/03/2022 | SIMÓN ZORRAQUÍN

Molina, incierto optimista

Enrique Molina fue un poeta argentino caracterizado por ser partidario del surrealismo. Viajó por muchos años como tripulante en barcos mercantes hacia Europa y al caribe, así también hacia distintos lugares en América Latina donde habitó por un tiempo. Autor de “Las cosas y el delirio” (1941), “Amantes antípodas” (1961), “Los últimos soles” (1980) y “El ala de la gaviota” (1985), entre otros, fue distinguido con el Gran Premio Fondo Nacional de las Artes en 1992 y con el Premio Konex de Platino en 1994.






  El mundo para Enrique Molina siempre será un delirio antes que un suplicio. Como pasa con la sustancia spinozeana, lo que pasa en el mundo no puede sino estar ligado a una “pasión” (la de perseverar en su propia existencia) que se revela constantemente; pero el poeta es el único que puede verla y atestiguarla. Él da un ejemplo propio: se había embarcado para deleitarse con el mundo real y escribir poemas que transmitieran el espectáculo. Es decir que a bordo, Molina sólo podía pensar en poesía, en componer versos con la gracia del viaje; los otros marineros, en cambio, solo podían pensar en volver a casa, para ellos lo único vivo era la nostalgia del hogar perdido.
  
  Molina, en cambio, buscaba el hecho estético. Su empresa es ver el mundo de esta manera -como esa alta vigilia que Borges atribuye a Browning y a Blake- y lo ve, ve belleza una y otra vez, pero ¿dónde ubicar entonces la maldad y lo desagradable de la tierra? Bueno, como otra faceta del delirio. Para Molina, el mundo jamás podrá ser injusto, porque es indiferente. El calor insoportable del trópico y las moscas, el hedor a muerte o a sangre o la extrema pobreza, forman un conjunto inseparable con el ambiente que las rodea: la naturaleza. Y la naturaleza es indiferente y de carácter tantálico. Molina descubre una visión optimista que llamará “el sentido tantálico del mundo”. Por eso toda la crueldad tiene un lugar destinado -como la belleza y la verdad- a transformarse en poesía mediante el adjudicado “surrealismo”. El surrealismo, como el más vivaz de los realismos, es el único posible y expone el delirio del planeta tierra desde una subjetividad poética que abarca todo o casi todo (por eso Spinoza). El mal es necesario, porque es parte inseparable del todo. Molina demuestra que hasta el más íntimo suplicio será delirio; y el mundo que conocemos no es sino delirio constante. Todo esto, entendido por una persona de sensibilidad extraordinaria y de un gran gusto poético -diría que es un gran versista- conforma una obra poética reveladora, romántica, adolescente, pasional y liberadora.
  
  No creo en las cosas que a Molina puedan achacarle: que sus poemas no difieren uno del otro, que exagera, que es un poeta cursi, casi popular, que su procedimiento es surrealista o automático y por eso incompleto; porque nunca tendrá Molina un verso ineficaz. Si entramos en la poesía de molina de un modo profundo y total –como hay que entrar a cualquier poema-, comprobamos que no hay una palabra, un verso, que no haya sido pulido y trabajado como una joya, aunque deje la sensación exactamente contraria: que salió de golpe y sin premeditar ni corregir después. Es como si al poeta no le costara esfuerzo escribir. Como el buque deja la estela, Molina deja poemas en donde usa todo el diccionario que es fuego.
  Vale la pena resaltar de nuevo algunos comienzos, como el de Los Hoteles Secretos:
  
O De la erosión de las nubes:  

El vino oscuro de la tierra
Donde mojas los labios cuando pasan las horas

  
O principio y final de La Gran Vida:

 Y el último verso es un verso que lleva el mar adentro, es un verso azul, que abre como este comienzo:

De esos altares del océano...


O este verso perdido:

Es alguien que toma un tren
Su camisa tejida por las olas…


Los versos de Molina siempre abren, nunca se encierran:
    
  
  Son versos que tienen eco, como una corriente de aire fresco. A veces logra imágenes como ésta:


Su pasado es incomprensible y se pierde como el mendigo
Dejado atrás en el paradero borrascoso

  
  Una imagen borrosa, terrible, es el hitchhiker dejado atrás en la ruta, es el perro abandonado en el espejo retrovisor al final del cuento Comadrejas de Valentín Trujillo.
  
    Compartió con Viel Temperley –amigo igualmente incierto y errante- una curiosa hoja de afeitar, un símbolo. Molina iba a embarcarse hacia Inglaterra en el puerto de Nueva York, pero al bajar de un mercante noruego -en donde "los noruegos terribles lo hacían a uno sentirse invisible"- en Nueva Orleans, lo detuvo un control policial. Él llevaba un impermeable y una afeitadora en el bolsillo de la camisa. Hacía calor, era un día de sol perfecto. Lo interceptó un control policial de rutina, Molina mostró sus pertenencias y lo rebotaron. Ambas cosas eran un signo de que entraba al país para quedarse, ya que iba hacia Nueva York por tierra. Lo mandaron de nuevo al barco y le prohibieron bajarse hasta que zarpara. Esa hoja de afeitar que cambiaría para siempre su destino fue la que vio Viel -como también vio Stephen Dedalus- una mañana reflejando el haz de luz en su largo poema Carta de Marear que comienza:   


    Los esplendores de la tierra son nada contra la imaginación, dijo Blake; mucho después lo refutaría Molina recorriendo el mundo en barcos mercantes, enmudecido por la gracia del planeta y sus mares, en la calamidad de sus placeres, buscando poesía en la sal de las aves y las lluvias alucinantes. Paradójicamente, los últimos versos de Por primera vez… parecen acercarse a Blake:

Lejanamente orgulloso, voy todo celeste hacia el cielo.
Ah! Pero unido para siempre a este planeta adorable…




Autor


︎Simón Zorraquín
Escritor y poeta. Estudia Letras en la Universidad de Buenos Aires; completó la diplomatura en Guion de Cine por la Escuela Guionarte.